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¿Por qué escribí “Perros de París”?

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Blog: Capitular
¿Por qué escribí Perros de París?

Por Luis Bugarini

 

Ignoro si otro individuo puede afirmar algo semejante, pero yo no recuerdo una época de mi vida en que no haya estado rodeado de perros. No gatos, pericos, guacamayas, peces o cualquier otra forma de animal doméstico: perros. Y más: no siempre han estado de moda. Antes eran parte del menaje doméstico, pero no había la devoción contemporánea por humanizarlos hasta emborronar su naturaleza. Mi familia los adoptaba, casi al azar, y algunos vivieron muchos años con nosotros. Terminaban por ser miembros cabales del núcleo y cada uno de ellos tenía habilidades específicas —cuidar la casa, nobleza, docilidad con los pequeños—, además de que su lealtad era incuestionable.

Me descubrí en la escritura de asuntos caninos por causalidad. Llegué a la conclusión de que eran los mejores compañeros para las caminatas por la mañana o a media tarde. Y es que su modo de disfrutar el paseo termina contagioso. Es un derrame de entusiasmo nada fácil de imitar. Así que me informé de otros escritores que habían escrito sobre el perro, fuera en historias cortas, novelas o ensayos. Había consenso respecto a sus cualidades pese a que algunos sólo apreciaban tales o cuales, ya que son tan flexibles de carácter que logran mimetizarse con su dueño. Moldean sus hábitos para resultar gratos y hasta necesarios en una microsociedad humana. Mientras escribo estas líneas, por ejemplo, la casa está llena de perros, ya que transforman un inmueble en un hogar. Se desparraman en su perpetua inocencia y tener cubiertas sus necesidades es suficiente para lograr ese sueño de infancia que los seres humanos perdemos con los años. ¿Se han detenido a mirar cómo duerme un perro? ¿Cómo se abandona a la felicidad ilimitada de entregar el cuerpo?

Al igual que sucedió con Estación Varsovia, Perros de París se presentó como un eco narrativo de lugares que me resultaron hipnóticos hasta volverse familiares. Más aún, fue la primera ocasión en que un libro mío nace como un título antes que como un relato. No suelo escribir con un diagrama anterior a la escritura. Los autores de fichas me parecen conservadores, incluso si intentan una obra de largo aliento. Las palabras pierden lustre, lo mismo que la estructura. En mi caso, llegan las imágenes a la página y, una vez leídas, se agregan o eliminan de acuerdo a la pertinencia de la historia. Así fue la escritura de ese libro, homenaje al perro por las felicidades que le adeudo. Guardo los originales de la escritura más por disciplina de archivista que por un anhelo de que se conserven o, incluso, de que pudieran importar algo en el futuro, así sea para mi familia.

Evito las supersticiones, la mayor parte del tiempo, pero es inevitable no incorporar a tu vida de escritor las manías del oficio. Las constelaciones de autores son tan variadas como la forma de relacionarse con la escritura, lo que no es fácil entender, ya que un autor que no se ajusta a nuestra expectativa podría dar la impresión de que apenas se tiene compromiso con las palabras aunque podría ser lo contrario. De igual modo, podría pensarse que los escritores tiesos, de expresión adusta, son exigentes con lo que leen o escriben y las sorpresas podrían generar infartos. Estación Varsovia fue un internamiento en la ficción que en Perros de París llevé más lejos aún. La reconstrucción de la ciudad fue casi un ejercicio de memoria, lo mismo que las cualidades de los perros a los que se hace referencia. Por su parte, el animal es utilizado como un pretexto para narrar y nunca como un fin en sí mismo. Homenaje, sí, pero no alabanza en seco. Concluyo que la afinidad con una temática nos acerca a ciertos libros, aunque no podría ser un motivo para abordarlos. Los escritores deben escribir con fidelidad a su mundo interior, aunque la práctica sea ajustarse a las exigencias del lector.

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La escritura de ese libro fue una comprobación de que es necesario carnalizarse con las palabras a efecto de lograr verosimilitud. Los perros que se mencionan existieron y tuve con ellos una relación directa de amistad y compañía. Leía por aquellos días la obra de Marcel Proust y lo natural fue buscar un punto de incidencia entre ambos asuntos. Relacionar temáticas que parecen no mantener conexión alguna se me ha presentado como un reto a la vez que como un objetivo. Este proceso de fusión pone a prueba la capacidad de plastificar el lenguaje, ya que confiarse a lo “natural”, a lo que sucede sin apenas intermediación, es una comodidad del escritor y, por lo mismo, un fracaso literario. Es el escritor como retratista, en el sentido más pobre de la acepción.

Me interrogo si lo que uno escribe importa y si no se comete una inmoralidad al compartirlo. Logré aquellas páginas con menos devoción que astucia, lo cual me tranquiliza. Abro el closet y me encuentro con una caja de zapatos, llena de recuerdos. Dentro hay fotografías de perros que me acompañaron y la imagen me lleva a recordarlos con todo su encanto. Su estilo despreocupado borra el rostro más triste, consecuencia de una pérdida auténtica. Así los he vivido, al menos, como una fuerza de la naturaleza que no es posible contener, que se dispersa por el valle y cambia de forma antes de ser detectada. Cada libro que se gana al agobio de los días es un latido que explota y se impone en un mapa con autonomía. ¿Dice algo de mí ese libro, a la distancia de los años, luego de releerlo y estimarlo como un hijo del ingenio? Descubro nuevos autores y todos me revelan una forma diferenciada que pude haber utilizado para ciertos pasajes. Se eligió divagar sobre Marcel Proust aunque pudo haber sido Norman Mailer, Georges Perec o Ignacio Manuel Altamirano. La inconformidad de los escritores con sus libros es tan deseable como su curiosidad para experimentar registros y abandonarlos con ligereza por no ajustarse a la sensibilidad de la hora.

En otro aspecto, París es el misterio encarnado en una interrogación urbanística. No hay manera de agotarlo. Cada esquina es una posibilidad infinita, lo mismo en la zona más céntrica que en la periferia, marginada y feroz. No parece ilógico que el caminante se demore horas en algunas avenidas, porque cada vitrina es una promesa y una oferta de misterio. Las pequeñas librerías, las tiendas de discos, los puestos ambulantes de frutas, son ocasión para asomarse detrás del biombo y entender las causas del hechizo. No podían faltar los perros, si bien no abundan como en las ciudades de América Latina, en donde los perros son una necesidad casi espiritual. Allá, el trato con los animales es más discreto. La compostura francesa se ejerce con una delicadeza digna de envidia. Más de una tarde me senté a presenciar la conducta de los perros y sus dueños en la calle. Las impresiones son persistentes y el decoro es la manera más sólida de la convivencia. ¿Para qué estresarse cuando los puentes son dorados y la hemorragia de turistas deriva imparable? Perros de París nació como una sonoridad y se transmutó en una secuencia de pasajes para cristalizar una línea de tiempo.

Me han recriminado que el libro no fue leído y acaso nunca lo sea. ¿Debe importarme algo? Sucede que una vez entregados a la imprenta, me olvido de los libros que he escrito. Ya está lejos de mí. Se me imponen los que atraviesan el proceso de escritura y me reclaman la indiferencia para terminarlos. Entonces giro el timón y hago lo necesario para avanzar, esto es, lo que yo denomino “avanzar”, acción fantasmagórica que para otros significaría la pérdida más llana de mi tiempo de vida. Perros de París fue otra prueba y quisiera pensar que no salí con la calificación más baja. Todo es motivo para ser escrito y sólo falta averiguar el mecanismo ideal para lograrlo. A la manera de un juego de piezas, la intuición y el ingenio más llano auxilian para ordenar lo que se rehúsa a una combinación que no le es natural. Porque escribir, a pesar del avance tecnológico, aún es actuar sobre la naturaleza para darle una solidez a un objeto que no existía de manera previa. Lo que le llaman “crear”.


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