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Traducción y geometría crítica

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Blog: Capitular
La bala de Dostoyevski

Por Luis Bugarini

No hay crítico comparable al cajón de nuestro escritorio.
Oliverio Girondo, Membretes.

El acto crítico implica entrar en contacto con un objeto creado por otro individuo. Es una iniciativa personal para organizar un flujo desordenado de actos aislados, en su mayoría. La actividad lectora es una inmersión y, al mismo tiempo, una excursión. Es una cualidad que ofrecen los libros con un contenido diversificado. El crítico hace el mismo ejercicio, salvo que intenta la traducción de una intención estética, mientras que el lector sólo disfruta con la lectura. El crítico no puede leer con inocencia. Avanza sobre la vereda de su persecución y sabe que el camino de vuelta no es una opción. Desandar el camino recorrido es una involución. Sus herramientas críticas están creadas para desgajar de las palabras el sentido implícito o explícito que contienen. No se utiliza el lenguaje con inocencia. Los signos organizados, además de lo que expresan, significan. En los vocablos hay ecos y reverberaciones. Esto implica traducir. Lo que haya querido decir el autor puede diferir de aquello que haya escrito. Además, el tiempo desconfigura y reconfigura las intenciones. Según se aleja la obra en el calendario, muestra la huella que deja en el asfalto. Un fenómeno que no difiere de la acción simple y llana del sol.

El autor resiente esta aproximación que concluye en zambullida. La acción invasiva del crítico, no obstante, es imposible de evitar. Si alguien llegase a mostrar reparos con ello, mejor que no publique sus libros. El cajón, ese sí, impide la mirada atenta de quien ejerce la crítica. Inocular ideas en un medio cultural es una de las acciones primarias del crítico. ¿Cuántas taxonomías han nacido de algún disparo crítico? Fauvismo, cubismo, poesía concreta, realismo mágico… Esto igualmente es un acto que organiza el flujo interminable de acciones y que, incluso, ha funcionado para que ciertas obras se preserven ya que, sin ser asociadas a tal o cual movimiento, muchas de ellas hubieran sido desechadas sin apenas consideraciones. Pareciera que la acción del crítico fuera invisible, pero cualquier especialista podría confirmar lo contrario.

Las obras son formas que necesitan ser integradas a un panorama genérico. No se ordenan solas. Sin una acción organizadora se desbordarían de los estantes sin que nadie supiera qué hacer con ellas. Por más que se pretenda que así sea, se carece de un método unificado para la interpretación del sentido de las obras. Esto nada tiene que ver con la historia que relata el libro o detalles asociados. Esa es la parte anecdótica del aspecto conversacional de cualquier libro, incluso si repele el contacto con el lector al carecer de la higiene más elemental, tanto de sintaxis como de estricta gramática. El crítico no debería perder tiempo en explicar cómo debe utilizarse tal o cual libro, a menos que represente un desafío mayúsculo o no haya documentación suficiente. Su meta es entrenar el olfato lo más posible para detectar lo que podría ser un hito o una obra de significación. De poco sirven más aplausos a José Gorostiza, Alfonso Reyes o Carlos Fuentes. Son las áreas de sombra las que necesitan iluminación. En otra vertiente, relacionar contenidos que se asumían sin analogía posible, alimenta un entorno cultural de manera favorable.

Suena paradójico que se hable de traducción cuando el libro puede estar escrito en un perfecto español. Pero una constelación de palabras cobra sentido cuando se organiza de un modo y no de otro. Las palabras que integran Ulises o La Galatea existen en sus idiomas de origen respectivos, pero una vez que cobran autonomía son sujetos de intervención. El autor es el menos indicado para dotar de sentido a su obra. No es infrecuente que se le pregunte a un novelista consumado que cuál, de todos sus libros, es su “favorito”, o cuál de ellos resume de la mejor manera su tentativa literaria. Esto es irrelevante para el ejercicio crítico. Hay detalles nacidos a partir de la oralidad del escritor que se difunden para consumo de los lectores. El crítico debe acudir a las obras y no a los comentarios de prensa. La proliferación de boutades, derivada del golpeteo interminable de los medios de comunicación, son capital del periodista y jamás pueden serlo del crítico que aspire a lograr una integración de/con la obra.

La superposición de formas ayuda al crítico a lograr tonalidades insólitas. Capa a capa emerge un objeto diferenciado. El acto de traducir se facilita con este juego de líneas rectas y curvas. El crítico heroico no juega al azar. Si la distancia entre dos puntos es una línea recta, la camina; si pi equivale a 3.1416 no hay necesidad de más comentario. ¿Para qué poner en peligro todo lo ganado? Estos son referentes cognitivos que pueden ser puestos en jeopardy o, al menos, utilizados para detonar sutilezas y juegos de ingenio. Imposible ignorar el lugar común que dispone que se escribe para clarificar. Nada más cierto. Si el lenguaje carece de una función integradora y didáctica, social y dinámica, estará condenado a perder su filo para expresar los puntos más selectos de la condición humana. Cualquier animal accede a la cópula, pero sólo el individuo puede explicarse sus alcances o teoriza sobre asuntos como la filiación, la paternidad y otras finuras.

En el trasvase de la traducción se pierden matices y la mano de quien la realiza termina imponiéndose. Esfumarse por completo detrás de la obra es una aspiración que no sucede. La crítica traslada objetos de un lugar a otro y, a la manera de enseres de cerámica, se pueden caer al suelo y terminar estrellados en mil pedazos. El crítico, a la par, puede resbalar y causar una tropelía. Esto sucede más de lo que se imagina y las consecuencias se asoman en el horizonte. Pero este principio de movilidad, derecho de quien acude un libro para leerlo y captar su sentido más prístino, es el oxígeno que permite la trasmutación de la cultura en un bien público. Los artefactos que no salen a la luz apenas merecen atención crítica. ¿Deben importarnos las novelas que no pocos autores refieren haber quemado por prurito, romanticismo o estados de arrebato incontenible? Tanto como el agua del retrete.

La superposición de formas a la que aludo es el sistema del crítico. No se llega a cualquiera de ellas a partir de una intuición esencial, sino a través de la lectura, el contacto reiterado con las obras y periodos de meditación. Integrar a nuestra sensibilidad Guerra y Paz puede ser un proceso dilatado. Son demasiados los personajes, los hechos aislados, la ética de la época. Pero una vez que sucede ya no habrá modo de olvidarla. Es un principio asociativo que se ancla en lo más profundo del ser. Se engarza a esa visión íntima que nos permite valorar objetos estéticos desde múltiples ángulos. El crítico no puede permitirse desconocer un hito de la historia literaria. La constancia le dará las claves para ir aminorando sus carencias de la mejor manera. Cualquier manifestación puede hacer una aportación sustancial: cine, novela gráfica, audiolibros, teleseries, radionovelas, subgéneros de cualquier naturaleza, etc. El estándar más alto se logra a partir de estar en contacto con aquello que carece de la calidad necesaria o fue creado bajo postulados de una estética deficiente a propósito —serie B, pornografía, telenovelas.

El plano cartesiano de un crítico es amplio y variado. Se desarrollan coordenadas en un sentido y otras más crecen sin control. De pronto se impone la escritura sobre un asunto, que se relaciona con aspectos inusitados y que, a su vez, derivan en un objeto de alcances en apariencia indefinidos. Libros de Roland Barthes como Mitologías o Crítica y verdad, son ejemplos memorables de una sensibilidad que crece en solidez y alcance. Más que nunca, el crítico tiene a su disposición múltiples objetos con lo que iniciar una conversación para orientarla hacia territorios desconocidos. Es la cartografía que debe interesarle. La geografía visible, que ha sido dibujada es para el caminante perezoso, incapaz de tomar una vereda lateral para ver hacia dónde puede llevarlo. El siglo XXI será un siglo de crítica germinal. La teoría crítica de la Escuela de Fráncfort llevó hasta sus últimas consecuencias el apostolado de la curiosidad de la mano de la pasión. El Libro de los pasajes de Walter Benjamin no se hubiera logrado, por ejemplo, si el escritor alemán se hubiera cobijado en una metodología dilatada, temerosa ante la contundencia de un yo que emerge en cada página. Un libro de curiosidad y admiración que aporta muchas lecciones.


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