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Blog: Capitular
El fotógrafo de Walser
Por Luis Bugarini
Para Cinthya
No es fácil crecer en un cantón suizo. Las praderas verdes, idílicas y perpetuas, terminan por consumir la paciencia de cualquier espíritu. La demasiada tranquilidad es otra forma de lápida. El canto de los pájaros puede ser tan monótono como el sonido del martillo en una fragua que no se detiene. Pero nadie elige cómo vivir y la secuencia de accidentes a la que nos somete el tiempo es inclemente. Ir de un lado a otro, sin dirección, con la mirada puesta en un horizonte improbable. El destino de todos.
Cuando Heinrich Meier decidió hacer estudios de fotografía aún era una forma novedosa de registro. Algunos hablaban de la posibilidad de hacer un arte exquisito, a través de las imágenes. Se exploraban sus confines y se vislumbraban sus posibilidades. Fijar la realidad se hizo posible. No tuvo una infancia feliz debido a la muerte prematura de su padre. Años después, sin motivo aparente, falleció su madre y terminó en la casa de una tía paterna, que le daba trato de sirviente. Ahí comenzó su educación sentimental y su conocimiento del mundo. Hay quien refiere que su adolescencia fue una secuencia de obsesiones y actitudes perversas. Los compañeros de su escuela le rehuían. Su carácter sombrío lo orilló al silencio y desde ahí se erigió un observatorio para identificar cómo se plastifica la realidad.
Elecciones diversas le hicieron vivir desde muy temprano a salto de mata. Esta forma de nomadismo endureció su carácter. Embarazó a una mujer y se negó a casarse con ella, si bien le ayudaba con los gastos de la manutención. Lo cierto era que la mujer fue quien no quiso casarse. Desconfiaba de él. Lo miraba con recelo y distancia. Las urgencias de la biología fueron las culpables de aquel consecuencia humana, pero no irían más lejos. Aquel fue su único encuentro sexual, arrebatado al exceso de bebida en una noche helada. ¿Hay mejor calefactor que otro cuerpo?
Meier no tenía mayor aprecio por la fotografía. Le parecía absurda la tentativa de captar la realidad, cuando su belleza es una secuencia que no se detiene. De cualquier modo, la practicaba con obstinación. Durante un tiempo, incluso, vivió del retrato. Disparó miles de veces frente a los personajes más variados, que lo contrataban para eventos sociales privados. En uno de esos eventos conoció a Heinz Keller, que por entonces había sido designado director de la policía del cantón. Trabaron amistad debido a la afición a la bebida de ambos. Recién había sido designado en el cargo y necesitaba individuos de su confianza. El trabajo era sencillo: Meier, ejerciendo de fotógrafo, debía presentarse en el lugar de los hechos para registrar huellas y demás pistas para el trabajo policiaco.
Así que abandonó las inseguridades como fotógrafo de barrio y se instaló en las oficinas de la policía. A pesar de que su trabajo era de campo, mayormente, Keller lo proveyó con una oficina amplia e iluminada, en donde bebían por las tardes hasta la inconsciencia. El lugar tenía un sitio para revelar las imágenes captadas, además. Suiza cambió después de mil novecientos cincuenta. El fin de la segunda guerra mundial y la división de Alemania provocaron más movilidad de europeos que nunca antes. El trabajo se multiplicó: homicidios por deudas de juego, asaltos a prestamistas, prostitutas en las calles o asesinadas con violencia, bares clandestinos y demás. La calle dejó de ser un sitio agradable para los ciudadanos del cantón, que optaban por salir lo menos posible.
En algunos años, el alcohol los llevó a la ruina. Se presentaban a laborar las mínimas horas posibles y, de ahí, salían hacia cualquiera de los bares que ya los recibían como parroquianos. Lo que no menguaba era la amistad. Aquel veinticinco de diciembre de mil novecientos cincuenta y seis, se reportó la muerte de un caminante en la ladera de una colina. Meier, que debía hacer las fotografías de rigor, se encontraba más ebrio que de costumbre, así que le pidió al aprendiz que le había enviado un vecino para darle la formación necesaria, que se presentara al lugar, en el que había más nieve que de costumbre. Disparó más de quince fotografías y sólo después sabrían el nombre de aquel desafortunado: Robert Walser.